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Las regresiones colectivas y el desafío de la individuación en el siglo XXI

Por Herbert Carty, PhD – Director del Instituto Upledger Perú

En *La Gran Madre*, Erich Neumann propuso que la evolución de la consciencia no sigue una línea ascendente, sino un movimiento de avance y retroceso, donde épocas históricas tardías pueden expresar estados psíquicos primitivos. En otras palabras, lo que vivimos colectivamente no siempre refleja madurez psicológica, sino a veces un retorno a zonas más arcaicas de la psique.

Vivimos hoy uno de esos periodos. Las identidades políticas, los movimientos sociales, los nuevos moralismos y las guerras de relato parecen arrastrarnos hacia una emocionalidad tribal que disuelve la voz individual. La mente colectiva se inflama; la razón cede terreno frente al impulso moral. Lo vemos tanto en la izquierda como en la derecha, pero suele ser la energía idealista —aquella que busca redimir, salvar, liberar— la que enciende primero la llama. Su eco no tarda en despertar al guardián opuesto, que responde desde el miedo, la defensa o la exclusión.

Jung advirtió que cuando la masa sustituye a la persona, la sombra colectiva gana poder. Neumann lo describió como la “reabsorción del yo en la Gran Madre”: el retorno al útero indiferenciado donde desaparecen la responsabilidad y la consciencia. Cada vez que el individuo deja de pensar y sentir por sí mismo, algo del espíritu humano retrocede.

Sin embargo, en medio de esa dinámica existe otra figura: el **Ermitaño**, símbolo de quien camina solo el sendero medio. Observa las mareas sin ser arrastrado por ellas. No se esconde, pero tampoco grita. Su poder es la claridad, su fuerza la introspección. Tal vez esa sea la tarea más urgente de nuestra época: volvernos conscientes de las fuerzas colectivas que nos habitan para no servirles ciegamente.

En mi práctica clínica y docente he comprobado que el mismo principio se repite en el cuerpo humano. Cuando un sistema pierde su centro —ya sea por trauma, por exceso de defensa o por idealismo fisiológico—, el equilibrio sólo retorna cuando cada parte recupera su función individual dentro del conjunto. Lo mismo sucede en la sociedad: la sanación no ocurre en la masa, sino en la conciencia de cada ser humano que se recuerda único y responsable.

Caminar el sendero de la individuación no significa aislarse, sino **pertenecer sin perder el alma**. En tiempos donde las consignas gritan más fuerte que la verdad interior, esa quizá sea la forma más profunda de resistencia.

La Gran Feminización y el riesgo de la homogeneización emocional

En los últimos años algunos pensadores han descrito un fenómeno al que llaman *“la gran feminización”* de las estructuras sociales. No se trata de una cuestión biológica ni de una crítica al avance de las mujeres, sino de un cambio de tono cultural: el desplazamiento de los valores tradicionalmente asociados al principio masculino —la diferenciación, la confrontación, el límite, la distancia reflexiva— hacia valores propios del principio femenino —la cohesión, el consenso, la empatía y la emotividad compartida.

Desde la mirada simbólica de la psicología profunda, este movimiento podría interpretarse como la **activación del arquetipo de la Gran Madre Colectiva**, que tiende a proteger, nutrir y unificar, pero también a disolver las diferencias y absorber la autonomía del yo. Cuando este principio domina sin su contrapeso —el principio del Padre, que representa la estructura, la ley y el discernimiento—, la sociedad se vuelve más emocional que reflexiva, más preocupada por no herir que por buscar la verdad.

En ese contexto, la individuación —el proceso de volvernos personas únicas y responsables— corre el riesgo de verse confundida con aislamiento o rebeldía. La cultura puede llegar a favorecer el acuerdo constante, el lenguaje emocional uniforme, la pertenencia afectiva como garantía moral. Pero cuando todos sentimos igual, **ya nadie piensa distinto**, y la consciencia deja de crecer.

Integrar ambos principios, el femenino y el masculino, es lo que permite sostener un campo vital equilibrado: el cuidado sin fusión, la empatía sin pérdida de identidad, la firmeza sin rigidez. El desafío no es elegir un lado, sino reconocer qué fuerza predomina en nosotros —y en nuestro entorno— para restaurar el diálogo interno que el mundo exterior ha perdido.

Resonancias en el cuerpo terapéutico y en la práctica clínica

En la Terapia CráneoSacral, esta misma tensión arquetípica se hace visible en cada encuentro terapéutico.  El principio femenino se expresa en la receptividad, en la escucha profunda y en la capacidad de sostener. El principio masculino se manifiesta en la claridad de intención, en el eje medio y en el respeto por el límite.

Cuando el terapeuta se entrega demasiado al principio femenino, surge el riesgo de la **fusión empática**, de la “participation mystique” que Jung describía: una pérdida de diferenciación donde el terapeuta absorbe el dolor del paciente o se confunde con su proceso. En términos del cuerpo, se pierde el eje; en términos del alma, se pierde la neutralidad.

El trabajo clínico nos invita a integrar ambas polaridades: la suavidad receptiva y la firmeza direccional. La neutralidad no es pasividad, sino un **estado de presencia con límites**. Cuando el terapeuta logra sostener este equilibrio, su campo se vuelve un espejo confiable donde el sistema del paciente puede reorganizarse desde su propio centro.

Así, la Terapia CráneoSacral se convierte en una práctica viva de **individuación encarnada**: un arte que enseña a contener sin absorber, a acompañar sin salvar y a transformar sin imponer. En un mundo dominado por fuerzas colectivas que buscan uniformar la experiencia humana, cada sesión se vuelve un acto de resistencia silenciosa, un espacio donde la consciencia individual puede volver a respirar.

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